viernes, 31 de mayo de 2013

Gugelhupf


El gugelhupf o kougelhopf, como también se le conoce, es un pan enriquecido, es decir, está a medio camino entre el pan y un bizcocho, por ejemplo. Se trata de una clásica receta centroeuropea, habitual en el repertorio del sur de Alemania, Austria, Suiza o lo que antiguamente se conocía como reino de Bohemia. Como todavía me quedaban unas cuantas nueces de las recogidas el pasado otoño bajo tres o cuatro nogales que tengo estratégicamente localizados en fincas abandonadas y hay que ir haciendo sitio para la cosecha de los próximos meses, decidí estrenarme con el gugelhupf.

La receta es una ligera variación de la que figura en una de las enciclopedias de cocina de Le Cordon Bleu, a la que añadí  pasas y los fragmentos de nuez que no conseguí sacar enteras, para adornar el pan en su parte superior. Con la ayuda dispuesta de un par de manos infantiles, amasé 450 gramos de harina de fuerza, una cucharadita de sal, dos cucharadas de azúcar, tres huevos batidos y 250 mililitros de leche templada con 150 gramos de mantequilla derretida en ella. También hay que añadirle levadura fresca, pero como por casa no había, hubo que contentarse con un sobre de ella en polvo. Cuando la masa está elástica se deja levedar en un bol aceitado y cubierto por un paño hasta que duplica su tamaño. Se le incorporan las pasas y las nueces y se vierte en el característico molde de corona para que vuelva a subir. Por último, 40 minutos en el horno a 190 grados y listo.

Mientras lo comía me acordé de unas vacaciones en Baviera de hace muchos años y de la recompensa del paisaje imponente tras dos o tres horas de subida a una montaña. Qué gran ayuda habría sido llevar unas tajadas de gugelhupf como provisiones.

miércoles, 29 de mayo de 2013

Fresas salvajes









Las fresas aparecen en el título de dos obras maestras en sus respectivos ámbitos, la música y el cine: Strawberry Fields Forever, una de las melodías más emotivas de The Beatles, y Fresas salvajes, la película dirigida por Ingmar Bergman. La coincidencia se extiende al tema que comparten canción y filme, ya que ambos abordan el paso del tiempo, la infancia perdida y la nostalgia en un mundo adulto plagado de decepciones por aquellos días más inocentes. Strawberry Fields era el nombre de un jardín en el que John Lennon jugaba con sus amigos de niño. Las fresas salvajes transportan al personaje de Bergman, un profesor universitario viúdo, a otros años más luminosos y plenos de amor. Como en la célebre magdalena de Proust, un sabor o su evocación son capaces de transportarnos bregando contracorriente en el río de nuestra memoria, para recuperar espacios, personas, sensaciones.

Cuando en el almanaque de nuestros días mayo está a punto de dar paso a junio todavía faltan unas cuantas semanas para que las moras hayan madurado. Pero las que sí comienzan a revelar su intensidad rojiza son las fresas silvestres o amarotes, el nombre gallego por el que siempre las he conocido y que aprendí de mi padre, el primero en mostrármelas en unos ya remotos paseos por el campo. Ayer mismo pude recoger un buen puñado, transportados en un improvisado cucurucho de papel, en compañía de mi mujer y mi hija de seis años. Más o menos la misma edad que tenía yo cuando empecé a recogerlos exactamente en el mismo lugar. Entonces me acompañaban mis vecinos y compañeros de juegos, que, aunque ya no vivimos en el barrio, la mayoría seguimos siendo amigos. Hay algo emocionante en el hecho de regresar, más de treinta años más tarde, a ese lugar señalado por la biografía, y encontrar que la naturaleza sigue cumpliendo su ciclo y que hoy, como entonces, los amarotes siguen brotando cada primavera. El que fue un niño vuelve con otro que, con suerte, quizá complete el mismo círculo dentro de otros treinta años.

A diferencia de las fresas -en realidade, fresones, que es lo que encontramos habitualmente en el supermercado- los amarotes son diminutos, algo que parece concentrar tanto su color como su sabor. Son tan delicados que parece que no les hace justicia ninguna otra receta que no sea comerlos recién cogidos o con un poco de nata. Duran poco, pero mientras duran, uno se encuentra en otra parte, tal vez muchos años atrás.

jueves, 16 de mayo de 2013

El dulce de moras de Héctor Abad

El escritor colombiano Héctor Abad Faciolince acaba de reeditar uno de sus libros más singulares, Tratado de culinaria para mujeres tristes. Se trata de una obra inclasificable que mezcla gastronomía, remedios populares, aliento poético y sentimiento y fantasía en iguales proporciones. Su lectura me ha evocado otro volumen de características únicas, Tertulia de boticas prodigiosas, de Álvaro Cunqueiro, un autor que a Abad también le fascina, según pude saber gracias a la entrevista que le hice meses atrás.

En aquella conversación tampoco podía dejar de mencionar otro de los títulos de Abad, El olvido que seremos, uno de los libros que más me han impactado en los últimos años. En él relata, principalmente, la relación con su padre, el médico humanista Héctor Abad Gómez, incansable luchador en la defensa y mejora de las condiciones de vida de sus compatriotas, especialmente los más pobres, a través de su decidida fe en la salud pública. Un compromiso que le valió admiraciones pero también no pocos enemigos. Murió asesinado en plena calle en Medellín en 1987. El olvido que seremos puede leerse como el testimonio de la vida de un hombre bueno, pero también como un retrato conmovedor del amor entre un hijo y un padre, así como el que se siente por una madre y por los hermanos (hermanas, en este caso). Como en todas las obras excepcionales, permite aproximaciones lectoras muy diversas, y así hay en el libro un retrato de un país azotado por la violencia, los enfrentamientos entre las ideas de progreso y las conservadoras o incluso involucionistas, el dolor ante la muerte, la injusticia y el exilio. Todo esto, que son palabras mayores, está contado de una forma que remueve en uno los sentimientos que experimentaba Holden Caulfield: que al acabar el libro sientes tal conexión con su autor que desearías llamarlo y convidarlo a unos vinos y charlar con él y contarle lo mucho que te ha conmovido su historia y agradecerle que la haya escrito.

Mientras leía El olvido que seremos por primera vez me llamaron la atención estas palabras, puestas en boca del médico Abad Gómez, cuando se burlaba de su mujer, huérfana que se había criado bajo la tutela del arzobispo de Medellín, a causa de los elaborados platos que había conocido en su infancia y que reproducía en su hogar:

-¿Por qué será que cuando éramos novios y vivías en el Palacio Arzobispal a mí lo más sofisticado que me dieron fue dulce de moras con leche? -y soltaba su carcajada de siempre.

Era inevitable hablarle de ese dulce de moras a Héctor Abad Faciolince, y así lo hice al final de la entrevista, no sin antes disculparme por la posible extravagancia que pudiese encontrar en mi pregunta. Esta fue su respuesta:

"Qué curioso eso de las moras. Aquí a las moras grandes, rojas o negras, les decimos “moras de castilla”, y son unas matas llenas de espinas. Si se dejan madurar, son muy ricas. Mi mamá publicó un libro de cocina (Recetas de mis amigas) y en ese libro hecho con recetas ajenas, dice que la única receta que le enseñó su marido -a quien se le ahumaba un huevo tibio- fue una receta con moritas silvestres. Voy a pedirle a mi mamá el dulce de moras de palacio y también la receta de moritas silvestres de mi padre".

Unas semanas después llegó la receta del dulce de moras de palacio:

"En realidad, me dice mi madre, es tan simple como dejar a medio hacer una mermelada, sin que las moras se deshagan. Se trata de escoger muy bien las moras muy maduras (negras pero no deshechas, duritas) y ponerlas a cocer con el doble de cantidad de agua y la mitad de azúcar. Fuera de esto, en los primeros diez minutos de cocción, se pone en una gasa cosida un bouquet de clavos y canela que se retirará después de ese tiempo de ebullición. Se baja del fuego cuando ya hay un almíbar rojo, ni muy líquido ni muy espeso. Y se sirve con cuajada de leche o requesón".

Holden Caulfield no cabría en sí de gozo. No solo hablas con un gran escritor, sino que además tiene la amabilidad de compartir esa receta que, como todo conocimiento inútil, encierra en sí misma una historia digna de ser contada. No veo la hora de que llegue la cosecha de este verano para cocinarla.