Imagen tomada de Diario del Gourmet de Provincias.
La mora, la que crece abundantemente en las zarzas que invaden los caminos
y los campos sin cultivar, que tantos frutos nos ofrece a quienes nos tomamos
la molestia (y el placer) de recogerlas, no solo ha encontrado su sitio en las
cocinas domésticas, sino que también lo está haciendo en las de los
restaurantes más creativos. Algo de lo que me alegro, y mucho. Porque refleja
de algún modo esa tendencia que persigue un retorno a ingredientes de proximidad,
temporada y sostenibles, y que la alta cocina no tiene necesariamente que ser
alta por usar ingredientes raros y caros, sino que es la transformación
imaginativa del cocinero la que los eleva de la humildad al lujo.
La mora, es cierto, no goza de tanta presencia como las fresas o las
frambuesas, por ejemplo, pero he podido hacer una pequeña recopilación de su
uso en cocina de vanguardia, tanto en preparaciones dulces como saladas. Confío
en poder ir presentándolas aquí y, para ello, vamos a empezar por el
restaurante que ha simbolizado la innovación por excelencia en los últimos
años: El Bulli.
Jorge Guitián, conocido desde hace años por su blog Diario del Gourmet deProvincias, es una de esas personas que ha podido comer en El Bulli y que,
además, pudo hacerlo en su última y definitiva temporada como restaurante,
ahora que Ferran Adrià y su equipo han replanteado su futuro como una
fundación. La crónica completa de la visita de Jorge podéis leerla aquí, pero
ahora mismo lo que nos interesa es el uso de la mora, presente en uno de los 48
platos de los que consistió el menú.
Uno de los conceptos que marcó la cocina del Bulli y su puesta en escena
fue el desarrollo de las secuencias. Un solo plato podía descomponerse en
varios que tomaban cada uno de sus ingredientes para prepararlos por separado y
ofrecer así una experiencia diferente a modo de secuencia que el comensal
degustaba en un determinado orden. O no solo un plato, sino un conjunto de
ellos relacionado por su origen, por ejemplo. En el caso de la mora, que es el
que nos ocupa, formaba parte de una secuencia dedicada a la caza. El plato en
concreto era un risotto de mora con jugo de caza: la mora desgranada, al modo
de un arroz, con un intenso y cremoso concentrado de liebre. Le habían
precedido un ninyoyaki (buñuelo japonés) de liebre y un capuccino de caza, y luego dio
paso a un ravioli de liebre con su boloñesa y su sangre y, por último, unas
castañas miméticas, un trampantojo en el que se reconstruía el fruto con un
interior de liebre. Según recuerda Jorge, el risotto cumplía la función de transición
sin romper la secuencia: “Así, se preparaba el paladar para pasar del capuccino
de caza con cacao a la provocación (falsa) de la sangre de la liebre del
siguiente plato”.
La secuencia dedicada a la caza cerraba un menú (antes de los postres) que
en sí mismo también era una secuencia, como corresponde al menú degustación.
Jorge lo equipara a una obra teatral organizada en actos. “En el que yo tomé
había un primer acto más informal, de snacks pequeños, un segundo más
mediterráneo, otro de influencia asiática, otro con toques americanos y se cerraba
con la caza antes de los postres”. Tomado individualmente, cada acto o
secuencia también disponía de su propio ritmo interno: “Un inicio más o menos
provocador y luego una serie que iba de menos a más, como si presentasen la
idea general de golpe y luego la desarrollasen poco a poco en el resto de la
secuencia”.
El uso de la mora, además, se enmarca en esa visión de acompañar un
ingrediente principal, en este caso, la liebre, con otros propios de su entorno
(en el libro intentamos acercarnos a esto con un plato de pichón con frutos
rojos y semillas), para recrear gustativamente su escenario natural y
transportar al comensal hasta él gracias al sabor. Ser capaz de provocar esas
reacciones de placer, evocaciones, viaje y descubrimientos con la comida es la
gran aportación de una cocina imaginativa y de vanguardia: ahí es donde reside
el verdadero lujo.
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